CAMBIOS OPORTUNOS
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017
Por Raquel Gil
Esperaba mi respuesta. Hacía meses que me lo había sugerido y yo, usaba todos los pretextos que estaban a mi alcance para evitar responder. Sin embargo al amanecer lo tenía claro.
Habíamos zarpado después de cenar. El cielo estaba limpio de nubes y la luna menguante dejaba espacio a las estrellas. El mar dormía tranquilo y la navegación transcurría en absoluta calma. El silencio. Es precioso el silencio de la noche golpeando el casco del velero. Una caricia de mar decorado por la cola de plata que lanza la luna.
Teníamos que navegar muchas horas y yo no estaba preparada. Días antes de salir ya estaba aterrada. Temía el mar, los mareos, el oleaje. He de decir que he soñado con frecuencia que me encuentro en medio de un océano de olas gigantes que me mecen a su voluntad. Sergi, por el contrario, soñaba con fondear en playas escondidas en países remotos, en ser un caracol de mar, viviendo con la casa a cuestas, sin más domicilio fijo que el que marca la geografía de nuestro planeta. Tal y como está pensando el lector, sueños opuestos para personas que desean estar juntas.
La idea era llegar a Formentera donde pasaríamos el fin de semana echando el ancla en las diferentes calas. Yo no quería ir. Deseé con toda mi fuerza que el cielo se llenara de tormentas, que el barco tuviera cualquier avería, enfermar por una gripe y otras estupideces por el estilo. Tenía miedo. Mucho.
Es necesario que se sepa que mi primera experiencia marinera me tuvo alejada de los puertos y los barcos más de dos años. Explico el porqué. Zarpamos con unos amigos tan inexpertos como yo. Todos ignorantes de los efectos que el balanceo del velero podría hacer e hizo en nuestro estómago. No era nuestra idea vomitar a babor y estribor mientras el patrón veía esfumarse su ilusión de tener tripulación con la que surcar los mares. Sergi, enamorado de mí, aceptó con resignación cada una de mis quejas: Nos mienten en las películas con esas ropas de lino blanco, el vino, el romance, todo mentira, repetía yo mientras rompía un poco más su sueño.
Lo volví a intentar otras veces. Todas salieron mal. Estoy segura que era mi miedo a perder el control, a salir de mi zona de confort, a no sentir seguridad, lo que me provocaban las nauseas y no el estado del mar. Pero un día puse el freno y ya no quise navegar más. Hasta aquella propuesta de llegar a Formentera. No me pude negar. Todo me había salido mal. Ninguna de mis tretas para librarme había funcionado. Y él, él estaba triste y yo no quería que lo estuviera.
Llené mi maleta con coraje, voluntad y Biodramina. Reduje al mínimo la ingesta y me lancé al mar. Sería mi primera travesía de varios días y no esperaba que pasase lo que sucedió. Sergi tampoco.
El piloto automático no funcionó. Decidimos que el resto del grupo (para todos era su primera travesía) durmiesen. Sergi estaría al timón durante las horas oscuras. Me quedé a acompañarle. Pasamos la noche en cubierta. Apenas hablábamos. Cada uno de nosotros estaba absorto en sí mismo. ¿Cuántas veces pasa esto? Me preguntaba. Son pocas las ocasiones en que nos permitimos parar. Dedicar nuestro tiempo para nosotros. Era un regalo. Sergi me enseñó lo necesario para permitirse dormir un rato. Cuarenta y cinco minutos recostado en los asientos de la bañera. No tuve miedo. Admiraba la grandeza de la noche. Me sentía insignificante y a la vez parte de un todo. Durante el tiempo que estuve de vigilancia pensaba en la oportunidad. La vida está llena de oportunidades, nos llegan señales que por miedo no escuchamos o dejamos escapar. Las estrellas me daban la razón: desde todas las partes del planeta se ve el mismo cielo. Cientos de formas de vida, de lugares, de gentes, costumbres y sabores por descubrir.
Cuando llegó mi turno, dormí con la placidez del bebé. No me había sentido mareada, solo sentía calma. Y paz.
Con un susurro Sergi me despertó. Iba a amanecer. He tenido la fortuna de viajar a lugares en los que he sentido que no había nada más bello, que lo que mi cuerpo y mi mente estaban viviendo en ese momento iban a cambiar mi vida. Pero nada, nada ha cambiado tanto como la primera vez que vi despertar al sol envuelto por el mar.
El agua era una masa compacta, como aceitosa, suave pero con cuerpo. Un espectáculo de tonalidades que reducían a la nada una sola palabra para nombrar el azul. El sol asomaba con pereza, sin prisa. El agua emitía una delicada melodía. Nosotros no hablábamos. Era imposible hablar sin romper tanta belleza. Los dos sabíamos lo que estaba sintiendo el otro. Ambos estábamos inundados de las mismas emociones. Aquello era más grande que todos los miedos, que todos los límites. Esa era la oportunidad. Esa era la respuesta: vivir a vela.