Ecosonda Río Paraná

ECOSONDA

Por Administrador
Oct 5th, 2017
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CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017

Por Nahuel Hegouaburu

Ecosonda

De eco y sonda.

1. f. Tecnol. Aparato para medir la profundidad a la que está sumergido un objeto utilizando la reflexión de un haz de ultrasonido.

– Bien … bien … bien …¡pará, pará! ¡derecha, derecha! … bien … bien.

Tendría catorce años. Ahí estaba yo apoyado boca abajo en la cubierta del velero, con el “bichero” en la mano, un palo de madera de un metro y medio, que usábamos, a quién le tocara, para medir la profundidad del río. No sé por qué mi padre nunca quiso comprar una ecosonda. El río Paraná, o mejor dicho, el brazo del Paraná que pasa frente a mi ciudad, por esa época estaba cambiando y poco a poco había nuevas zonas de poca profundidad. El fondo del río Paraná, no es como el fondo del mar o como el fondo de un río de montaña, con arena o piedritas. El fondo es bien blandito, de barro. Cuando pisás, el pie se te entierra cinco centímetros, y por su consistencia, el barro te envuelve, por arriba y por abajo del pie. Es difícil caminar así.

Pero sospecho que en el fondo a mi padre le gustaba que nos encallemos. No le encuentro otra explicación. Naturalmente no podíamos estar todo el tiempo midiendo la profundidad con el palo, y al menos una vez por salida nos varábamos. Ahí mi padre entraba en acción. Se quitaba la camiseta, pero no el pantalón corto, en general unos jeans cortados a la altura de las rodillas, ni las zapatillas. Se metía en el río y hacía pie. “Hay que fresquita que está”, decía contento, con el agua por la cintura. Los veleros como el “Ana María”, miden unos ocho metros y tiene una quilla que se sumerge poco más de un metro. Es un barco pesado y la quilla se entierra con ganas en el barro. No es fácil moverlo en esas condiciones. Pero mi viejo era un experto, lo movía desde la punta, para un lado y para el otro. Lo abrazaba, lo empujaba. A veces nos hacía poner, a los cuatro hermanos y a mi madre también, todos de un lado, para que el velero se inclinase, se levante la quilla y así perder un poco de profundidad. A mi madre esto no le divertía nada, le parecía un desastre. Lo curioso del río es que a pocos metros de distancia podés volver a tener tres metros de profundidad. Y así sucedía que otros veleros pasaban en ocasiones por al lado nuestro, en franca trayectoria, deslizándose livianos, bajo el silencio de unas enormes velas desplegadas. Yo a veces soñaba que iba en velero y que me encallaba. Y una vez reprobé un examen de “Instrumentos de máquina” en la universidad, y soñé que el jefe de cátedra, pasaba con un barco grande por al lado del mío, que era pequeñísimo.

Justamente en esa época universitaria era que alquilábamos el velero de la facultad. Era parecido al “Ana Mária”, un velero pequeño. Se llamaba “Primavera” y era compartido por los alumnos de la universidad. A mi me gustaba usarlo para impresionar a las chicas (siempre use todos los recursos a mi alcance con este mismo fin), pero en general, las cosas no salían bien. Como si fuese obra del destino, aunque todo estaba dispuesto para terminar hermanado con el río y con el velero en esas aventuras, la suerte me era esquiva, y mis recuerdos están llenos de momentos angustiantes, con tormentas tan fuertes que la lluvia no te deja ni ver a cinco metros, con olas que golpean y te marean, con velas mojándose en el agua, con gente que no responde en la radio, detrás del canal 16 de emergencias, con noches oscuras que llegan antes de tiempo.

Recuerdo que una de esas salidas la hice con Joaco, una persona hermosa, un amigo de basquet y de la facultad. Él había invitado a dos amigas. Los cuatro en el velero, a dar un paseo. El día era soleado. Inmejorable. Recuerdo que las chicas habían traído cerezas. ¡Ay, que fruta más glamorosa la cereza! ¡Mucho más que la frutilla, inclusive! Estaban riquísimas. Comimos muchas, y creo que hasta se sirvió champagne. Todo eso era excesivo para el pequeño y humilde “Primavera”, pero en esas circunstancias, era lo mínimo que se le podía ocurrir a mi compañero. Y en eso estábamos, cuando le dije a Joaco, “bajo a ponerme un bucito y vuelvo, manejalo vos un poquito”. Cuando volví, a los pocos minutos, el barco iba bastante inclinado, el viento había subido repentinamente, y a las chicas y a Joaco les había cambiado la cara. Cuando agarré el timón, poco tardé en decidir que lo mejor era volver. Tendríamos más de una hora de camino de vuelta. Pero el destino me tenía guardada una sorpresita. Al cambiar de rumbo y enderezar el velero, la quilla se enterró en el barro. Encallamos en el medio del río, en el medio de una tormenta. Con el barco todavía inclinado, las olas golpeaban en el costado del barco, que se mecía lateralmente, para caer y golpear nuevamente en el fondo del río. Las chicas pálidas. Joaco también, las acompañó adentro. Pensé en mi padre, en sus ágiles maniobras y experiencia para desencallar veleros. Pero las olas eran inmensas y el barco estaba “muy” varado. Para resumirlo, voy a comentar solo tres imágenes mentales que se me quedaron grabadas. En una está Joaco vomitando un caldo rojo de cerezas, con las chicas sentadas a su lado. En la otra Joaco, con la mirada desencajada, está colgado de un cable que une la punta del mástil con uno de los laterales del velero, para poder inclinarlo, mientras una “zodiac” por fin nos intenta rescatar, y lo consigue, haciendo que el velero vuelva a deslizase libremente. En la última imagen, estoy junto a mi hermano mayor, al otro día, un domingo, trayendo el barco de vuelta, desde el puerto dónde el “Primavera” pasó la noche, para llevarlo de vuelta a su “casa”.

Nunca más volvimos a ver a las chicas. Ni a esas ni a las demás. El río parece que no me quiere, o los veleros, no sé. Pero yo lo sigo intentando.

Por Nahuel Hegouaburu


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