EL ESPÍRITU DEL GALEÓN
Concurso relatos marineros 2017
Por Adrián Almalé Frago
Agosto de 1524, canal de la Mancha.
– Corrían vientos de poniente y el sol brillaba con una intensidad abrumadora. La tripulación amanecía con su deber diario y el capitán decidía qué rumbo tomar para piratear una vez más. «¡Levad anclas, vamos a zarpar!» se escuchaba desde el castillo de popa.
»Lo que no sabía ni el Capitán, ni su contramaestre, ni podía llegar a imaginar ningún otro hombre de entre la tripulación, es que se había colado un intruso en su Galeón Español robado. Quizá el espíritu de su anterior Capitán, quizá su hijo todavía vivo, quizá sólo una sombra con anhelo de venganza. Quién sabe. Lo que sí que, con toda certeza, llegó a mis oídos fue que alguien o algo causó verdaderos problemas a aquellos piratas.
»A las pocas semanas de arreglar los desperfectos del barco; causados por la inevitable batalla para ocuparlo, uno de los piratas enloqueció. Nadie supo adivinar por qué ni cómo pudo hacer lo que hizo, pero se acabó lanzando por la borda en pleno Atlántico. Algunos cuentan que fue porque era un primerizo asustado que no aguantó la dura vida del barco. Otros que ya enloquecía antes de subir a bordo. Pero la verdad es que era un experto marinero con más de quince años en la piratería; duro como una roca y tan leal como el que más.
– Entonces, abuelo… ¿qué pasó realmente?
– Dicen que vio un fantasma. Uno tan despiadado que le obligó primero a deshacerse de una gran parte de la bodega, dejando a la tripulación con víveres para sólo dos semanas más. Minutos después… el mar le tragó.
– ¿De verdad hizo eso? ¿Y qué pasó con la tripulación? ¿Sobrevivieron?
– Eso no fue lo peor, James. Esa misma noche de mediados de septiembre, se reunieron todos en cubierta para decidir qué hacían; si volver al canal pasando tres semanas sin comida o seguir hacia Port Royal tentando a la suerte por encontrar un nuevo barco del que aprovisionarse. La mitad apoyó la vuelta al canal pero la otra mitad siguió al Capitán en su decisión de seguir adelante.
»Dos noches después, el segundo oficial de a bordo protagonizó un episodio de lo más llamativo. Esta vez no fue otro ataque de locura cuyos gritos alertaron y despertaron al resto antes de precipitarse fuera del barco, no. Éste subió hasta la cofa, cortó con su cuchillo las cuerdas y se deshizo de la vela mayor dejando al Galeón sin velocidad. Tras ese revés hacia su “familia”, imaginarás qué hizo.
– Saltó al mar.
– Correcto. Desapareció con el oleaje a la luz de la luna. Él no tardaría en llegar al fondo del mar, pero sus compatriotas piratas tampoco, pues les había ralentizado su viaje en un trescientos por cien y sus provisiones estaban a punto de agotarse. El Capitán, desesperado, viró a toda y puso rumbo a las costas más cercanas: las Islas Azores, recientemente descubiertas. Si llegaban se salvaban, mas no podía volver a ocurrir ningún otro siniestro acontecimiento.
– Pero pasó, ¿verdad?
– Pasó. De nuevo, dos noches más tarde, con toda la tripulación sin pegar ojo por orden del Capitán – para vigilar cualquier acción fuera de lo normal -, el cocinero fue quién cogió el testigo de aquel espíritu vengativo. Prendió la mecha de toda la pólvora que guardaban y, sin que nadie pudiera evitarlo, provocó tal explosión que destrozó una parte importante del Galeón. Se desató un caos tan colosal que fue imposible salvar lo que quedaba de embarcación. Tras la locura del incendio, los pocos supervivientes intentaron sin éxito llegar a los botes; también en llamas ex…
– ¿Así que todos se hundieron con el Galeón?
– Nadie lo sabe. Ardió todo… menos uno de los botes; que ya se alejaba en la oscuridad cuando los piratas corrieron a por ellos.
– Entonces… hubo un superviviente.
– Algún testigo tuvo que salvarse para que la historia llegara a mis oídos, entre otros, ¿no? O quizá haya sido el susurro de un viejo espíritu el que me narró esta historia hará ya cuarenta años. La primera vez que la escuché fue en mitad del Atlántico navegando en este mismo velero.
– Abuelo, ¿qué haces? Me estás asustando… ¡Deja ese mechero!
Por Adrián Almalé Frago