ELLA SE ACUERDA DE TI
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017
Por Alberto Delmalo
La Julia nació en un pueblo de interior. Si entendemos por interior algo abstracto, abierto, extenso, habrá que especificar que nació en un pueblo del interior del interior. Allí no había mar, claro, pero tampoco río, lago o estanque; sólo un manantial que brotaba por la Fuente de los Tres Caños, que llenaba el lavadero y que, de algún modo, justificaba que alguien, hace unos cientos de años, decidiera construir allí una casa.
Lo que sí había en el pueblo era un barco. Unos años antes de que la Julia naciese se pusieron de moda las caravanas. Tener una caravana conlleva tener un sitio donde guardar la caravana. En el pueblo, donde sobraba sitio, alguien valló un cacho de campo, puso un tejadillo de uralita, e inauguró el Parquín de Caravanas, pionero en la zona. Original. O extravagante. Como una maqueta gigante de una granja de caracoles. Aquellas lentas casas portátiles pronto pasaron del resguardo al abandono cuando lo que se puso de moda fue comprar apartamentos en la playa. Las caravanas se fueron reubicando por corrales y campos, como gallineros o casetas para los aperos. Alguien, sin embargo, había guardado y abandonado en el Parquín una cosa tan inútil como un barco.
Un barco. El Parquín estaba delante de casa de la Julia. Un día alguien arrastró una de las últimas caravanas y quedó a la vista un barco viejo y roto. Un barco. El barco.
Causó sensación. Muchas veces, las niñas y los niños del pueblo iban a jugar al barco. La Julia también. Otras veces las niñas y los niños del pueblo iban a jugar al frontón, y a las eras. La Julia, al barco. Sólo su vecina, la Carlota, cuatro o cinco años más pequeña, seguía a la Capitana Julia como fiel grumete en todas sus aventuras. Juntas le pusieron nombre al barco. Elige tú, decía la Julia. No, tú, decía Carlota. Tú. Tú. El barco pasaría a llamarse Tururú.
Con la excusa de probar la nueva C15 que habían comprado, la Julia logró convencer a sus padres para ir de vacaciones a la playa. Aún no habían abierto el maletero para sacar la sombrilla, también nueva, que la Julia ya se había metido al agua, con zapatillas y ropa, y, sin saber nadar, nadaba hacia dentro. No le pasó nada, decían sus padres. Como muchos padres, no tenían ni idea. No es que no le pasara nada, es que le pasó todo.
Aprendió a navegar con la enciclopedia que había en la escuela. Empezó por las palabras agua, barco, costa, despacio, hacia delante, una por tomo, tomo tras tomo, pasó por mar, navegar, océano, y al llegar a puerto se percató de que en ese mundo no existía la rectitud, que no tenía que seguir tal orden, y con la ayuda del viento, navegó por los significados del nordeste al sudoeste, de babor a estribor, y se dijo que la proa y la popa no estaban tan lejos, y que se podía zarpar desde el lejano último tomo hasta el principio de Arquímedes.
Sabiéndose lejos del mar, se sumergió en los libros de viajes y aventuras, y aprendió que los marineros bebían ron, que al mar le llamaban la mar, y que cantaban. Nadie sabe de dónde se sacó aquella canción: no sé cuál es más bella, si la mar, la vela o la estrella, y las tengo al navegar, las tengo al navegar, las tengo al navegar, la estrella, la vela y la mar.
Se sumergió también en manuales de mecánica de barcos, de carpintería de barcos, radiofrecuencia, cartografía, señalización, nudos, de todo. No contenta con la teoría, y visto que la práctica era impracticable a bordo del Tururú, construía sus propios barcos que probaba en el lavadero. Con maderas. Con neumáticos de tractor. Tarde o temprano, el naufragio estaba asegurado, pero eso nunca le frenó, y como a quien no sabe o no quiere frenarse, poner límite a sus pasiones, le declararon loca. La loca del pueblo, Julita pirata, marinera del lavadero, náufraga en una balsa hecha de sueños a la deriva en un mar de inamovibles y cereales.
Es probable que cuando otros niños y niñas dejaran de jugar con la Julia, la Julia dejara de ser niña. O lo contrario, todas dejaron de ser niñas, y la Julia se quedó. Nunca le abandonó su vecina Carlota, con la que pasaba horas en el Tururú viajando sin moverse o leyendo, lo que quizás sea lo mismo, y cantando, cogidas por los hombros y mirando al cielo, eso de no sé cuál es más bella, si la mar, la vela o la estrella, y las tengo al navegar…
La Julia le decía a la Carlota: ¿has visto la mar? Sí, decía. ¿Y te acuerdas de ella? Sí. Pues bien, decía la Julia, porque ella se acuerda de ti.
Con el paso de los años, la locura nominal vino acompañada de locura química de venta en farmacias. La Julia tenía que tomar cosas llamadas zolpidem o tartrato, como nombres de dioses griegos, hipnóticos análogos a la benzodiazepina, que la dejaban zombi. Mala paciente, pero buena marinera, a veces combinaba esos medicamentos con ron. Algunas noches enfadada, algunas triste, otras sólo sonámbula, solía tirarse al lavadero o escaparse al Tururú, donde se ponía a cantar hasta que sus padres iban a buscarla. La Carlota se asomaba entonces a su ventana y por lo bajito le acompañaba: las tengo al navegar, la vela, la estrella y la mar.
Nadie elige dónde nace. Y, pese a lo que se diga, tampoco todo el mundo tiene las mismas posibilidades para elegir dónde y cómo vive. La Julia se dio cuenta demasiado joven de que ya era tarde. Consciente de su inconsciencia, pasa y pasará el resto de su vida varada en el interior del interior, casi sin salir de su habitación en la casa del pueblo, recitando La Odisea y cantando a paredes que le hacen los coros, la mar, la vela, la estrella, paredes donde cuelga las postales que yo, su vecina, la Carlota, le envío desde Galway o Praia de Faro, desde Bilbo o Nova Scotia, donde recalo con el Gran Tururú. Sé que las mira y recuerda la mar. La mar que nunca se olvidará de ella.
Por Alberto Delmalo