HORIZONTES AZULES
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017
Por Andrés Celeiro
– No, ¡pero soy de Vigo!
Jose me miró con esa mirada franca tan suya, tan directa, tan honesta. Una sonrisa se asomó la comisura de sus labios y en cuestión de milisegundos se agrandó hasta convertirse en sonora carcajada.
– Jajaja. Con eso me vale.
A la vez, me daba una palmada en el hombro, con la mano abierta, que sino llega a pillarme con los pies bien plantados, me habría enviado directo al suelo.
«No, pero soy de Vigo».
Ese era mi currículum náutico.
Esa había sido mi respuesta a la pregunta de si tenía experiencia navegando.
Habían pasado ya dos meses. Dos eternidades. Esas palabras pertenecían a una vida anterior, a un mundo ahora tan lejano, que ya casi se había desvanecido de la memoria. Un mundo extraño, sólido, inmóvil. Raro, raro.
Sentado donde nunca debe sentarse uno, a caballo del púlpito, mi mundo era ahora un mundo en movimiento. Me sentía en otro planeta, había abandonado por completo el planeta tierra para cabalgar sobre el planeta azul.
Todo a mi alrededor era azul.
Azul inmenso en el cielo. Azul inagotable en la superficie del mar. Tanto azul, tanto mar, que le llamaban océano.
El propio casco del Infinity era azul también. Bajo mis pies, la proa se sumergía hasta media altura, azul contra azul, para sorprendentemente, crear ribetes de color blanco nuclear. Con una cierta cadencia, el cabeceo del Infinity era mi columpio perfecto, arriba y abajo sobre el inmenso mar, arriba y abajo hasta casi tocar en ocasiones el mar con mis pies, orlas de espuma blanca filtrándose bajo el ancla bien amarrada en proa, como yo, asomado a la inmensidad, como yo, improvisado mascarón de proa. Arriba y abajo y siempre adelante.
Avanzando sobre el océano, el Infinity era una flecha azul sobre la superficie azul. Solo sus velas blancas rompían un universo monocromo, aunque lleno de matices. Velas blancas con ribetes azules, jugando a llevar la contraria a la escena en plano general de azul sobre azul con ribetes de espuma blancos.
Jose llevaba el velero con manos expertas. El Infinity, un velero de dos palos, un ketch salido de astilleros ingleses, era su vida, su joya, su pasión. Al igual que yo, estaba en su mundo, abstraído, concentrado, disfrutando.
Viendo a Jose tras la rueda era difícil imaginarlo viviendo otra vida, paseando por oficinas de cemento armado, leyendo informes absurdos, gestionando cuentas abstractas. Jose estaba hecho para gestionar olas, para leer vientos, para cruzar océanos abiertos.
Abandoné a Jose en sus propios pensamientos y me volví a los míos.
Qué absurda la vida sin mar.
Qué distantes quedaban los problemas banales, la hipoteca impagada, el corazón roto. Qué extraña esa vida pasada con suelos constantes, sin el viendo en la cara, sin el ocasional roción.
Mi mundo tenía ahora la amplitud del océano entero. Trescientos sesenta grados de horizonte infinito, de universo abierto. Bajo mis pies, en línea recta, cinco mil metros de azul.
Detrás de mí, quedaban ya miles de millas náuticas, quedaban islas de ensueño, quedaban continentes enteros. Detrás de mí, venía con nosotros el viento, o nosotros con él. El viento constante, el viento alisio.
Detrás de mí, venía con nosotros la ola constante, o nosotros con ella. En el fondo, éramos una tabla de surf en caída permanente hacia delante. Para mí, que las sirenas que escuchamos en Mindelo, al abandonar Cabo Verde, al poner, ya sí, definitivamente rumbo al centro mismo del Atlántico, rumbo Este puro, esas sirenas que teóricamente, saludan a los marineros que se van, que se disponen a dar el salto, en realidad tenían la finalidad de llamar a la gran ola, nuestra montura, como los vaqueros experimentados llaman con un silbido a su caballo.
Subido a una misma ola, empujado por un mismo viento, el Infinity avanzaba constante, sin romper el mar, más bien abriéndolo, abriendo delante de nosotros el horizonte infinito, el horizonte azul color de mar, color azul con el que se pintan los sueños.
Por Andrés Celeiro