SOLO TÚ, AMOR, SOLO TÚ, LA MAR
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2018
Por Ainhoa Conde Castro
Y aquí me veo, de nuevo, escuchando los acordes de la bella melodía interpretada por versos de espuma, espuma que remueve entre caricias cada centímetro de mi alma Marina…
En un día cualquiera, perdido en los almanaques del tiempo, comprendí que no debía buscar razones para entender a este caprichoso corazón, que el cielo anhela para el que ama, y, al tiempo, dulce sangre derrama por quien se lo arrebata.
Paradoja curiosa, hallar el amor en aquello que se apoderó de quien más amabas. Busqué inútilmente razones que justificasen ese sentir que, tal vez jamás, lograré entender.
Por siempre memoraré aquella jornada, pintado en el cielo un sol escarlata; una galerna irrumpe la calma; las nubes de blanca seda dieron paso a una tempestad agria…
Y así, pues, sucedió…
En un puerto te dije adiós, anhelando una travesía llena de dicha; mi mano, que se agita al viento, dejando el corazón al descubierto; lágrimas que resbalan de mis ojos somnolientos, que lloraron tu partida hacia mundos extranjeros; ¡Buena Proa, Compañero; te bendigan mares buenos!
Intento, en vano, ignorar al sentimiento, que se afana por mantener los latidos en mi pecho, mientras cuento el tiempo que falta para que desciendas del navío, para poder mirarte de nuevo a esos tus ojos de miel, cogerte de ambas manos, y abrazar todo tu cuerpo con un amor irrefragable.
El barco zarpa, se interna en un océano gris; mas en ningún momento me atrevo a volver la espalda; bien sé que tus gibosas pupilas estaban concentradas en la estela que dejas por popa; y quiero, necesito, responder a tu mirada, por distante que se hallara.
Tarde húmeda, Mar al frente; brisa imponente, Luna indiferente; nubes de traza negra adornaron un cielo inerte, sin estrellas ni abalorios, opaco espejo de la mente.
Llegan a puerto noticias muy urgentes: a tu bajel, por infortunio, decidió visitar la muerte; golpe de mar duro ante la tempestad ardiente; quiso el maldito azar que tú allí estuvieses presente; el pulso que se acelera, pierdo el dominio de mi mente, ¿en verdad te había perdido?, mi corazón late decadente.
El fragor del trueno me devuelve a la realidad, ardua, fiera, despiadada: una joven promesa que se pierde por la regala; una vida, unos sueños, un futuro que ya no será; siempre amaste a la Mar, Amor, “vivir para navegar”, tu seña de identidad.
Lágrimas silenciosas interrumpen el murmullo del viento, tras envergar un grátil de esperanza, con la incertidumbre de encontrar, en algún lugar del mundo, una brisa certera que me arrumbase a tu reflejo.
En aquel momento, se adueñó de mí la certeza de que, en medio de mil miradas, de los cien mares, o del entero piélago, encontraré de nuevo la calidez de tus ojos tiernos. Y ese mismo día, en aquel rincón de la dársena, decidí hacerme a la Mar, sin permitirme arrepentimiento.
Por primera vez, sentí la brisa azotando mi rostro; sentí la Mar, la calma y el mismo trueno; sentí la libertad del océano y logré derrumbar esos muros de hormigón que encarcelaron mi corazón tras tu ausencia.
Pude entender, que a veces, incluso el todopoderoso Sol busca cobijo tras algún islote arbolado que pueda darle consuelo, limpiar con su savia las quemaduras marchitas de su piel, e infundirle ánimos para lucir con fuerza, brío, esplendor, en el siguiente amanecer…
Comprendí que no frontera hallaré en la Mar; que no es el viento en popa el mejor aliado para las velas. Que quizá me encuentre en un barco de papel, dentro de una botella donde se ahoguen todos los mares. Mas nunca apagaré el fuego de mi corazón, pues en la lejanía, encontraré, tal vez, el eco de tu gloriosa voz…
Y sin embargo, en una noche perdida de abril, navegando por la costa de la mala suerte, se acerca a la deriva el escarpado cantil. Mi alma quebrada por el escalofrío de un mar indómito, maldice la desdicha que nos llevó, directamente, a las rocas despiadadas que el océano colocó estratégicamente, bajo nuestra quilla.
El miedo acecha, la tragedia asoma y anuncia la derrota; la niebla gris se burla de nuestro nimio intento por ver más allá del palo de proa.
Niebla que destruye el vano intento de hallar conspicuo objeto al que aferrarnos para tomar demora de fiar; niebla ilusionista de nuestros sentidos, burlista de este navío sin rumbo. ¡Oh, vós, cruel! Tratáis de llevarnos al afilado abismo; la esperanza que se esconde tras la máscara del miedo; corazón luchador ensombrecido por el temor al fracaso. El Mar se agita, y quedamos al albur del miedo.
Todo designio por retomar el control de la nave semeja inane; me acuerdo de ti, hermano, y un escalofrío recorre mi cuerpo; busco tu mirada en el cielo, y no hallo más que tormento y desasosiego.
Fue entonces cuando recordé algunas palabras que me habías dejado en una carta, antes de zarpar aquella tarde abominable:
“Prometo acompañarte en cada noche en que tú necesites una sonrisa; enseñarte la luz dorada en los días tristes de tu alma; lucharé contra huracanes si una brisa intenta despeinarte; y cuando me rechaces, simplemente, me iré; y si el viento me llegare a traer lamento tuyo, a tu lado volveré, discreto, hermana; por si mi abrazo buscares, lo hallares sincero en tu corazón soñador”.
Y así alzo la vista al cielo, hacia el punto en el que el océano se confunde con el horizonte; me dejo guiar por mi instinto, consciente de que, tal vez, se acerque el fin; salgo al alerón, y me doy cuenta de que entre las tinieblas, brilla una luz lejana, ocre, dorada, de color miel.
Después de tanto tiempo buscando, en desespero, encontré un trocito de cielo con tu nombre escrito en la sonrisa de la Luna.
Y tu voz acarició mi alma; tus palabras guiaron un instinto que jamás había creído tener para navegar; sin saber muy bien el cómo, me dejé llevar por un sentimiento, una intuición que nos liberó del sincronismo tras haber derivado hacia las rocas en unos minutos que se me antojaron eternos. Y ahí estabas tú.
Entonces, mis labios susurraron versos tiernos, nuevas rimas teñidas de sal marina; vida que yo a ti entrego con mi canto, que se mezcla con tu encanto helado.
Y de tu rugir tejieron sedas tus olas, ya suaves, para recoger las lágrimas de quienes las han derramado por ti; quienes te aman en silencio, quienes nadan mar adentro, quienes a ti la vida entregan; quienes a tu belleza, homenajean…
Así vivo por ti, en tu furia, en tu calma; en tu aliento, en tu helada alma; en tus olas, en la brisa que a tu espuma, suave, acaricia. En el orto, en el ocaso, en invierno o en verano; por ti vivo, mi latido, tu sal, mi voz, tu son; mi baile, tu arrullar…
A veces es necesario sentarse un rato; ver allá a lo lejos, en un horizonte violáceo, nuestros recuerdos reflejados en la bóveda celeste; cerrar los ojos, mientras las olas deciden romper a nuestros pies, dejando una grata sensación helada; a veces es necesaria la soledad, para hallar en algún reflejo de luz, nuestra propia alma…
Detener, tan solo unos segundos, la mirada en el horizonte…
Cuando las hojas del almanaque se pierdan en un suspiro; cuando la memoria del olvido comience a dar sus frutos; cuando nuevas inquietudes se entrometan en nuestras ilusiones; cuando viento y corriente acuerden, pacíficas, una misma dirección para este navío sin rumbo llamado “vida”; en ese momento, quizá, alcanzaremos la esencia y, pudiera ser, tal vez, que en ella nos encontrásemos a nosotros mismos.
Probablemente, en ese instante, tengamos suficiente valor para volver a mirar a los ojos, y tender una mano franca a aquellos que nos acompañan en la travesía; quizá, en ese momento, oigamos los acordes perfectos de una emoción sorprendente, que ilumine una mirada atónita, acostumbrada a la indiferencia… quizá los tonos ocres de un bello atardecer acentúen esa dicha extraña.
Y tal vez, entre la fronda rojiza por la tinta del vespertino sol se encuentren las hojas en blanco sobre las que acabaremos escribiendo nuestra propia historia …
Pues sin ti, mi Mar, soy una diminuta gota en un desierto de soledades; flor marchita por las cicatrices que el tiempo gravó sobre mi piel; tímida lágrima que resbala por un rostro atenuado por el miedo, sin sentimientos. Porque tú eres vida, eres aliento; melodía callada de mis versos, que siempre cantarán a tu Amor.
Porque sólo tú eres dueña de mi instinto, de mis sueños y temores; de mis fallas, desamores; certezas y dichas buenas; danzas de amor por tu frialdad. Sólo tú, testigo. Sólo tú, mi Mar…
Canto y me dejo llevar por el poder de tu atracción… ¿Y qué tendrás, Amor, que tu furia me enloquece y tu rugir me atrae como si del suave canto de sirena se tratase?
Eres la culpable de la condenada pasión que siento por tu adictiva frialdad; me mueves a tu antojo; ríes, despiadada, ante mi temor al trueno cuando mi navío nada sobre ti… E impides que de ti huya, pues, si intento alejarme de tu profundo azul, tu eco resuena, cual delicadísima melodía, en mis tímpanos de sal…
Quisiera reencontrarme con tu cálida sonrisa, allá en algún lugar donde solo atisben las estrellas; sentir tus versos vanguardistas entre caricias ambientadas en el mecenazgo. Quisiera, de nuevo, oír la melodía de tu voz en el crepúsculo.
Pero, sobre todo, quisiera extrañarte, incluso antes de que mi propia estela de espuma se haya perdido en el horizonte…
Tal vez la soledad del Marino pudiese llegar a ser comparable a la del prisionero; sin embargo, nuestro único delito ha sido enamorarnos de la Mar; ¡caiga yo en la cadena perpetua de tus olas erigiéndose en el horizonte, mientras los matices dorados del Sol que juguetea en tu superficie, inundan de belleza y dicha mi diminuto corazón!
Mientras la suave brisa agita mis rizos, azotándome el rostro helado, allí, a mis espaldas, seguiré sintiendo la calidez y protección del abrazo de las estrellas…
Otro día que marchita, ante los ojos de un perplejo Perseo, que esta noche desprenderá sus lágrimas aventajadas, en la cúpula de un risueño cielo, que todavía siente el incandescente cosquilleo de la Luna llena.
Y así seguiré danzando en los mares, ante la mirada curiosa de la Luna, que ya asoma, con tus ojos de miel, para regalarte en cada atardecer, los matices rosáceos de mi mejor sonrisa, tras una estela de estrellas creada para soñar…
Por Ainhoa Conde Castro