UN SUEÑO QUE CRECE
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017
Por Maribel Romero Soler
Yacía sobre el suelo arenoso del astillero como el esqueleto de un gran dinosaurio. El joven pescador se acercó hasta aquel conjunto de costillas cuidadosamente unidas, y del mismo modo que un paleontólogo rescataría los preciados huesos, deslizó sus dedos esculpidos de salitre por cada arista, con la misma intensidad con la que acariciaría el cuerpo de una mujer. El mar, testigo silencioso, sereno y azul, observaba desde una corta distancia aquella imagen: de una parte la embarcación en estado embrionario, con apenas unos meses de vida, en pleno proceso de desarrollo; de otra, el joven muchacho ilusionado, con la mirada cargada de sueños y el corazón ardiente.
Hacía un par de meses que Pedro no salía a la mar; aquejado de un extraño virus se recuperaba en tierra firme. Cada mañana, desde entonces, acudía al astillero puntual como un reloj suizo y revisaba centímetro a centímetro la evolución de aquella criatura fascinante. En su imaginación la veía con el magnífico casco pintado de blanco surcando las olas, mientras su nombre, Alter ego, escrito con elegantes letras azules, lucía luminoso bajo los rayos del sol.
Toda la herencia recibida de sus progenitores y los escasos ahorros de que disponía, no habían sido suficientes para que su sueño creciera. El impecable trabajo de los maestros artesanos, que trabajaban la madera como si fuera fino cristal de bohemia, y la calidad de los materiales utilizados, habían obligado a Pedro a endeudarse severamente, pero no le importaba. Siempre había trabajado bajo las órdenes de otros patronos y gracias a su empeño y constancia muy pronto el patrón sería él, al mando de su espléndida embarcación, engalanada como una novia y cubierta de flores que después lanzaría al mar. Así deseaba que fuera la botadura.
Los compañeros de Pedro lo trataban de loco, ni siquiera su origen era marinero, sus antepasados habían cultivado la tierra durante años y, hasta que fue un adolescente y se echó a la mar, la única agua que había salpicado su piel era la de la lluvia que regaba los bancales de la finca donde trabajaba su familia. Tenía dieciséis años cuando El Pelao, dueño de La Teresita, le ofreció trabajo. El chaval subió a aquella barca quejumbrosa con el corazón en un puño y daba pasos indecisos sobre la cubierta con los brazos en cruz como un equilibrista. Los miembros de la tripulación, pescadores curtidos y expertos, se reían de Pedro con sus bocas desdentadas y esperaban que de un momento a otro el chaval cayera de bruces contra las tablas. Pero una vez que La Teresita se perdió mar adentro, bailando sobre las olas, hundiendo el casco a cada envite y resurgiendo de las aguas como una sirena, el joven marinero supo que allí estaba su vida. Aquel aroma, aquella brisa, aquel sonido embriagador… Jamás en tierra había experimentado sensaciones como las que le brindaba la mar. Después, a la hora de la pesca, ayudó a sus compañeros a echar las pesadas redes al agua, cosidas y recosidas con diferentes tonos de azul y verde para engañar a la mar y a sus habitantes. Los pececillos plateados saltaban a un ritmo frenético cuando los pescadores alzaban las redes y los apartaban para siempre de su elemento. Seguían bailando sobre cubierta mientras aquellos hombres valientes repetían una y otra vez la operación, hasta que las ganas de vivir los abandonaban por completo.
Pedro llegó a puerto extenuado pero feliz. El Pelao le tendió la mano con sus dedos gruesos y deformes. «Eres un valiente —le dijo—, te espero mañana». Y así fue como cada madrugada el chaval se embarcaba con el resto de la tripulación y se adentraba en un mundo diferente, tan peligroso y tan seductor. Así fue como Pedro se convirtió en un reconocido pescador, admirado y buscado por todos los patronos. Así fue como el chaval se echó a la mar en decenas de barcas distintas, más grandes o más pequeñas, más valientes o menos, ancianas o jóvenes, ruidosas o en silencio. Y así fue como Pedro soñó con su propia embarcación, blanca como una paloma, estilizada como un junco, rápida como el viento y más hermosa que la más hermosa de las mujeres, su Alter ego.
Ya habían transcurrido diez años desde aquella primera vez y sus ilusiones, en vez de desaparecer, fueron creciendo a medida que pasaba el tiempo.
El primer día que pisó el astillero temblaba como una hoja. Varias estructuras de embarcaciones eran trabajadas por manos expertas con una sensibilidad exquisita, al estilo tradicional. Los proyectos de barco mostraban su osamenta con orgullo, como si estuvieran expuestos en un museo, y los trabajadores del astillero permitían a Pedro contemplar cada fase de su creación sin sospechar que un día el joven pescador les formularía su propio encargo.
Cuando ocurrió, el capataz del astillero dio a Pedro unas palmaditas en la espalda con la misma ceremonia con la que se celebra la mayoría de edad o el primer beso, era una gran decisión la del muchacho y así se lo manifestó. Después le habló de diseños, materiales, estructuras… pero Pedro ya tenía dibujados en su cabeza los contornos de su barco y solo tuvo que dar unas breves explicaciones al experto operario para que este captara a la perfección las intenciones de aquel hombre de mar.
Los pescadores seguían pensando que estaba loco. Eran muchos los que deseaban dedicarse a otros oficios, hartos como estaban de perder a algún compañero engullido por las aguas o de sentir en sus propios huesos la exposición a tantos años de sol y humedad.
Sin embargo, durante los dos meses en que Pedro se había visto obligado a permanecer en tierra, añoraba volver a embarcarse cuantos antes, surcar las olas con su Alter ego, sentir de nuevo las gotas de mar salpicando sus mejillas, el viento arremolinando su cabello, las gaviotas cruzando el cielo con las alas extendidas…
Qué importaba lo que opinaran los demás. Él era un hombre libre. Se sentó junto al esqueleto de su barco, ese conjunto de palos erguidos mirando al cielo, y supo que allí estaba su felicidad, que pertenecía al mar y que jamás podría escapar de su influjo.
Por Maribel Romero Soler