UNA NOCHE EN EL GOLFO DE LEÓN
CONCURSO RELATOS MARINEROS 2017
Por Toni Taula
La izada duró solo unos segundos desde que unas manos expertas me colocaron el arnés debajo de los brazos, con estos muy paralelos al cuerpo, hasta que sentí otra que me cogía por la espalda y me metía dentro. No me dio tiempo ni de mirar para arriba. El ruido era ensordecedor.
Una vez dentro me sentó en una butaca, me hizo firme con un cinturón de seguridad, me colocó unos auriculares de protección y me dio una botella de agua acompañada de una sonrisa tranquilizadora.
El pulgar hacia arriba fue un mero formalismo. Solo entonces me quitó el arnés y pude ver como la cincha volvía a bajar enganchada al cable de acero.
El patrón había decidido que me subieran a mi primero
Cuando esperas en esas condiciones, no sabes lo que realmente dura el tiempo.
Ya nos habíamos colocado los trajes de supervivencia sobre la ropa de agua y sobre éste, las botas. Menos mal.
Dos horas antes ya soplaban treinta y cinco nudos de tramontana en el Golfo de León.
La mar cruzada alcanzaba los cuatro metros. No eran buenas condiciones para estar en el interior del barco con agua hasta las rodillas. Aquel hermoso velero de cuarenta pies con el que habíamos zarpado de Marsella a medio día y con el que habíamos navegado muy rápido a un través con rumbo oeste, durante tantas horas, hasta pasada la media noche.
Lo intentamos todo…
Lo primero encender el motor para no quedarnos sin energía por si entraban en corto las baterías. Dar un PAM PAM para que se sepa nuestra posición. Modificar las tomas de las bombas a bordo para que expulsaran el agua afuera.
Y los cubos…
Pero no fue suficiente.
Cuando el agua ya nos llegó a la cintura, el patrón mantuvo pulsado durante tres larguísimos segundos el botón del distress. No queríamos abandonar el barco, pero cada vez había más agua a bordo. Sabíamos lo que eso suponía.
En veinte minutos estarán aquí, me tradujo.
Es en esas condiciones y en esa situación cuando agradeces todo lo que has aprendido en los cursos de supervivencia. Y aun así nada es fácil y todo se complica. Dentro del barco, nada se parece a lo que era hace solo dos horas.
Preparas dos bidones estancos para llevarte lo imprescindible. Eso que deberías tener bien a mano y que tienes que empezar a buscar en aquel caos; la cartera, los documentos personales, los documentos del barco, el teléfono, el cargador del teléfono, el portátil o la tablet y aquel objeto importante que todos llevamos a bordo y que merece la pena salvar …
Qué incómodos son los bidones estancos … y qué poco les cabe. Qué suerte que los trajes de supervivencia vienen en unas bolsas muy estancas, ideales para almacenar eso imprescindible, sujeto al pecho con un mosquetón.
Nos han dicho que están a diez minutos de nuestra posición, que lancemos un cohete.
El patrón se pone los guantes, relee las instrucciones, tira de la anilla…
Un segundo, dos, tres, por un momento creo que va a mirar por el interior del cilindro porque no sale. No mira …!!! Y sí que sale. Y a qué velocidad y con cuánta luz.
El paracaídas lo sustenta durante casi un minuto. Después el mar lo devora.
Tiramos la balsa al agua, ningún loco con estas condiciones se animaría a acercarse a los dieciocho metros de palo agitado a una banda y a otra por las olas.
Nos han dicho que están a tres minutos, que encendamos bengalas de mano. Que vienen por el este sudeste.
No lo vemos. No lo oímos. Solo ruge el viento, y puede con todo.
Los auriculares no aíslan todo el ruido… pero dan la sensación de que la acción ocurre en otro sitio. Observo lo que está pasando a mi alrededor. Piloto y copiloto sentados en sus sitios, relajados, cruzados de brazos, mirando sobre sus cabezas en sendas pantallas de video como discurre la operación de rescate. Detrás de ellos, a mi derecha, el gruísta frente a otra pantalla y armado con un mando casi de videojuego está a cargo de la nave, la grúa y la operación. Aproado a los treinta y cinco nudos, la estabilidad es total. No pierde la concentración. No se puede permitir un Game Over.
Cuando el cable de acero volvió a subir, esta vez traía enganchados en el arnés al buzo y al patrón.
La primera vez que vi al buzo, bajó de los cielos en plena noche dentro de un potente haz de luz zenital. Lucía; neopreno de dos piezas, aletas enormes de buceo, casco, gafas, esnórquel y chaleco salvavidas.
En lugar de ir a la balsa que flotaba unos veinte metros más allá, el muy audaz me largó un cabo lastrado para que con él lo acercara por popa hasta la cubierta del barco. Nada más pisarla soltó eso de: “¿qui monte en premier?”
El patrón ya está sentado a mi lado. Para cuando el buzo lo aferraba con el cinturón de seguridad, el gruísta ya había cerrado el portón de estribor del aparato.
Piloto y copiloto han recuperado los mandos y le dan un rodeo al barco que está hundido hasta su regala. Le dejamos a merced de las condiciones, bajo un haz de luz que también lo abandona.
– Hemos hecho lo que teníamos que hacer. Me gritó el patrón en un oído apartando mi protección.
Ninguno de los dos volvimos a mirar para atrás…
Por proa el helicóptero se dirigía a esa guirnalda continua de luces que es la costa del Golfo de León.
Serían las cinco de la madrugada cuando nos dejaron en la pista de aterrizaje.
No eran muy altos, no tenían más de treinta y pocos años. Eran guapos, eran valientes, eran nuestros cuatro rescatadores. Enfundados en sus monos y sus cascos (a excepción del buzo que seguía con su neopreno pero ya sin las aletas), parecían salidos de una película de acción.
La indicación que nos dieron fue muy precisa: “- Al final de la pista hay un portón, a la izquierda, dos kilómetros mas allá, después de la segunda glorieta: hay un hotel…”
Así que después de los abrazos y apretones de manos correspondientes nos fuimos caminando por la pista de aterrizaje, con nuestros trajes de supervivencia, sendos sacos estancos con nuestras únicas pertenencias y por suerte con las botas puestas.
Intentar entrar en el hotel, es un momento de mi vida que jamás olvidaré. Eso sí que fue duro. Convencer al conserje de turno a eso de las seis de la mañana, que esos dos “teletubit” que se afanaban en tocar el timbre para que les abran porque quieren una habitación.
Las duchas siempre son reparadoras. Tumbados en la cama no podíamos dormir. No podíamos dejar de pensar que no teníamos que estar ahí. Que allá esta “él” a la merced del viento y las olas, con más de un metro de agua por dentro… resistiendo … Y nosotros aquí, tumbados en unas camas de hotel.
– ¿Cerraste el tambucho del roof antes de abandonar?
– No !!!
Está herido de muerte.
Dos días después y pasado el temporal, el patrón ayudado por miembros de salvamento marítimo francés y español y el buen ojo de un pescador local, pudieron recuperar el barco que había seguido navegando. Y no solo hizo más de setenta millas por su cuenta sin irse a las piedras de la costa, sino que se las apañó para que un saco con una vela se enganchara y tapara el hueco del roof que habíamos dejado abierto.
Marinero él…
Por Toni Taula