Guillermo alegre en su HobieCat 14

EL MONSTRUO NOS DA ALCANCE

Por Administrador
Nov 7th, 2018
0 Comentarios
Comparte este contenido

CONCURSO RELATOS MARINEROS 2018

 Por Guillermo Rodríguez

Aquel  había sido un día especial de los que se fijan en la memoria para el resto de la vida, las frías aguas del Atlántico, inmunes al calor de un soleado día de verano, mojaban mis pies al intervalo de suaves olas que llegaban a la playa, sabía que a partir de ese día no volvería a preocuparme por su temperatura, equipado yo con mi nuevo traje de neopreno de mangas y piernas cortas además de un chaleco salvavidas provisto de un bolsillo donde guardaba mi equipo de supervivencia que constaba de un silbato, una navaja (casi tan grande como la un cortaúñas) y una pequeña brújula de esas que en realidad se deberían colocar en la correa del reloj, me hacían sentir, a mis 10 años ya cumplidos, como un deportista de élite.

En compañía de mi padre y uno por cada banda, arrastrábamos por la orilla mi fabuloso HobieCat 14, mi primer barco que me convertía en armador (como decía mi padre) hasta hacerlo flotar  completamente, bastaba un empujón que propinaba mi padre al tiempo que, con un salto, se subía a la embarcación para que yo, ya a bordo, comenzara con las pertinentes maniobras que en poco más de un mes de experiencia había aprendido, bajar los timones, coger el cañín para fijar rumbo y cazar con mesura la escota de mayor es suficiente para que la suave brisa nos ponga en movimiento, en un instante dejamos atrás por mi derecha esa boya roja que indica la bocana del canal de entrada/salida de la playa y viene a mi memoria el truco de mi padre para no olvidar cuál es cual “Al entrar a un puerto, rojo como la sangre al lado izquierdo como el corazón”, estábamos pasando, para mí, el umbral de todo lo era seguro y adentrándonos en  inmenso mar que comenzaba descubrir, el mismo que me infundía temor y curiosidad, tensión y alegrías, ése que por siempre amaré y respetaré a partes iguales.

Como el viento discurría paralelo a la orilla nuestro rumbo, al través, nos alejaban y/o acercaba a la playa hasta que luego de varios bordos mi padre me advirtió que deberías poner rumbo a la playa ya que se acercaba un inesperado banco de niebla, fenómeno bastante común en nuestras costas las calurosas tardes estivales, si bien la intensidad del viento se había incrementado mientras nos alejábamos de la playa, bastó que termináramos la virada y enfilar de vuelta para que cayera casi a cero, mi padre amolló la vela para trimarla a su antojo mientras me indicaba que debía mantener el rumbo muy fijo en dirección a la playa, no había tono de preocupación alguno en sus palabras pero, aún así, una recomendación tan precisa sonaba más bien a una orden de cuidado, miré hacia la playa y parecía una distancia inalcanzable a nuestra actual velocidad (en realidad sería bastante menos que una milla a poco menos de un nudo) y reconozco que por primera vez sentí casi el terror al ver que la niebla o, mejor dicho, el inmenso monstro, estaba ya a punto de engullirnos. Lo peor llegó a continuación, sonó el teléfono móvil de mi padre, que portaba en su bastante más completo equipo de supervivencia y en una “innovadora bolsa estanca”, intuí que eran los responsables del club de vela desde la playa preocupados por nosotros cuando le escuché decir que no se preocuparan, que sería peligroso para ellos salir en la zodiac ya que la niebla nos alcanzaría antes que pudieran llegar a nosotros y que si surgía algún contratiempo llamaría de vuelta, confiaba ciegamente en mi padre pero por mi parte habría llamado al helicóptero de salvamento marítimo para que nos sacara de allí en ese mismo instante, no dio tiempo a que dijese nada cuando a la vez que colgaba el teléfono y lo devolvía a su funda me preguntó con ironía. – ¿tienes la brújula a mano? – lo decía como quien se refiere a la “varita mágica” y sin contestar metí la mano en el bolsillo del chaleco y la saqué apresurándome a entregársela, me dijo.

– No, no, colócala sobre el trampolín del barco tratando de que se no se mueva de posición, orienta el norte hacia la proa del barco y en el momento en que el rumbo estés enfilado a la playa mira qué marca la aguja-.

No entendí del todo aquella cantidad de instrucciones simultáneas pero con su ayuda fui cumpliéndolas una a una hasta que por mi propia apreciación le contesté que pasan dos “rayitas” del 90.

–Tendrás que mantener el rumbo en esas dos rayitas hasta que lleguemos a la playa -.Dijo, y un minuto después ya estábamos inmersos en el estómago del monstruo. Entre las correcciones de mi padre “No, al otro lado” y las llamadas, hechas y recibidas, al teléfono móvil desde y para el club, la conversación fue muy relajada, me explicó una cantidad de factores que afectaban al rumbo como la deriva, el abatimiento y las mareas, me indicó que deberíamos estar muy atentos a cualquier ruido y que hiciera sonar el silbato si escuchábamos algo que indicase la proximidad de otra embarcación por lo que de inmediato lo puse en mi boca, ambos reímos resignados al recordar que ya habíamos hablado de la mejor manera de llevar a bordo un remo y aun no lo habíamos hecho, lo relajado que aparentemente estaba mi padre así con el escuchar cada vez más mas cerca los sonidos de la playa me fueron tranquilizando y más cuando notamos que la niebla se hacía menos densa, la euforia me invadió cuando divisé al frente una boya amarilla del balizado de la playa e instantes después, a la derecha, la boya  roja de entrada al canal, olvidé la brújula e inmediatamente orcé para cambia el rumbo en dirección a la bocana al tiempo que di orden a mi proel de cazar la vela (acción que, para entonces y para mí, solo significaba pisar el acelerador) maniobra que sonriente obedecía sin réplica luego de dirigirme una confidente mirada acompañada de una contagiosa sonrisa. Aún no habíamos puesto el primer pié en la arena cuando ya los colegas se acercaron a la orilla para recibirnos e interesarse por, sobre todo, como había afrontado yo aquella situación, a sus preguntas respondió mi padre orgulloso

–Se ha graduado como capitán, ha tomado una marcación y nos  ha traído directamente a la playa-

Soy consciente que exageraba pero puedo decir con certeza que a partir de aquel día me sentí merecedor del calificativo de “marinero”. Han pasado ya más de 15 años desde entonces y aun revivo la alegría y el orgullo del momento cada vez que narramos la anécdota en esos agradables momentos que, entre navegantes, nos juntamos a narrar las “batallas” de cada uno, siempre soy yo el que cierra con humor la historia al recordar que posteriormente un día le pregunté a mi padre si realmente no había sentido algo de miedo en aquel momento, a lo que respondió. – Sí, sentí terror cuando vi como me miraba tu madre al recibirnos en la playa.

Padre e hijo en F10 Tiger

 Por Guillermo Rodríguez


Comparte este contenido
¿TE HA GUSTADO? COMPARTE ESTE CONTENIDO:
EN TU CASA EN 24-72 HORAS*
*España (Península)
COMPRA 100% SEGURA
DERECHO DE DEVOLUCIÓN DE 30 DÍAS
Suscríbete a nuestro Newsletter
Venta anticipada con grandes descuentos y novedades