Joy y el incendio

JOY Y EL INCENDIO

Por Administrador
Nov 3rd, 2018
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CONCURSO RELATOS MARINEROS 2018

 Por Luis Antonio Fariña Herrador

Montgat

Septiembre 2018

“Joy y el incendio”

No puedo respirar. Siempre me han dicho que cuando hay humo me ponga una toalla mojada tapándome la boca y la nariz. Me ahogo.  El oxígeno que necesito lo está usando este fuego salvaje para devorar el barco. Tampoco puedo pensar, sólo actuar. Por inercia. Por intuición. Por salvar la vida. La mía y la de Anselmo. Por salir de ahí.

¿Porqué cuando tiras del cabito de la balsa salvavidas y se hincha lo hace del revés? Le hemos dado la vuelta y la hemos amarrado a un pasamanos de popa. Mientras el barco flote estaremos en él.  Lo dicen los manuales. De pie, en la plataforma, miramos el mundo que nos rodea. Maravilloso. No hay una nube ni de adorno, un Sol brillante y el mar plano. A nosotros, por lo visto, nos ha tocado el infierno y en ese universo que nos rodea no hay nadie. El humo negro que ha querido asfixiarme se escapa del barco hacia las alturas. Se debe ver desde Marsella,  Quizás desde Porqueroles o desde Palamós que es adonde íbamos. Nos hemos quedado sin corriente y las radiobalizas aún no se disparan solas con el calor. No hay mayday. En el afán de sacar la balsa de su sitio, las llamas iban a por ella, no le hemos dado al botón del distress. Tampoco hubiese servido de mucho, no va el VHF. Los motores no se han parado y le digo a Anselmo que los pare. Este desastre no ha empezado en la sala de máquinas.  En unos minutos descansarán a cientos de metros bajo el agua. Que se vayan tranquilos.

Como en una película pasa una avioneta y nosotros, allá en la popa, nos ponemos a gesticular con los brazos. Lo dicen los manuales. ¿Nos habrá visto? Vuelve a pasar. La tercera vez casi nos corta el pelo. Nos ha visto. El piloto nos ha hecho un gesto con la mano. Cuestión de tiempo. ¿Cuánto? No importa.

A mi me molesta la garganta y a Anselmo perder el teléfono.

Miro. Azul cielo, azul marino, blanco del casco, toda la gama del amarillo al rojo de las llamas y el negro. Negro negrísimo que se nos va acercando.  ¡Crac! Ésto se está rompiendo. Primeras detonaciones. Se disparan los extintores automáticos. En la gasolinera, por favor, lleno. Dos mil litros de gasoil que van a bordo. Empezamos a pensar en cambiar el barco por esa cosa hinchable con una tienda de campaña encima llena de bengalas, bolsas de agua en forma de gel y, entre otras cosas, remos. Ah, y un hinchador. Nos metemos en la balsa con lo puesto. Traje de baño, camiseta, mis gafas y el móvil de Anselmo. Aún tiene batería. Todo lo demás se lo llevará “joy”con él. Es una sensación rara, parecemos niños jugando a las cabañas. Mientras podamos seguiremos atados al barco, el humo es nuestra mejor baliza.

Allí, a treinta y cinco millas del lugar más cercano, metidos en un flotador hinchable y amarrados a una tea, el tiempo pasa de otra manera. Primero muy rápido y, después, parece como si se fuese ralentizando. Desde que Anselmo me dijo – Luis, huele a quemado- hasta que abandonamos el barco, diría que fueron diez minutos. Imagino que serían bastantes más pero mi reloj biológico iba muchísimo más rápido. Lo primero que hicimos fue descargar los extintores en la cocina del barco, que es donde empezó el asunto, y darnos cuenta de que era inútil.    En unos segundos se llenó todo de un humo denso que no nos dejaba ver y, lo que es peor, no nos dejaba respirar. Salimos a la bañera del barco. Intentas pensar. Coger aire. Difícil. A Anselmo le da tiempo a recuperar su teléfono. A mi no. Ni unas zapatillas. Todo va muy deprisa. Entre los dos llevamos la bolsa de la balsa hasta la plataforma de popa del barco, estiro del cordón y se hincha. Menos mal. Ya no podemos volver al puesto de mando y menos intentar entrar al interior. En ese ratito nos dio tiempo a parar los motores, comprobar que no había nada de corriente y que ningún aparato eléctrico funcionaba, no podíamos usar la radio, que la sala de máquinas aún estaba entera, por poco rato, y que a esa distancia de tierra teníamos que conservar la poca batería del teléfono aunque no hubiese cobertura.

Hay que soltarse del barco. Con los remos nos apartamos unos cuantos metros. No sabemos lo repentino que puede ser el hundirse de “Joy” y no nos queremos ir con él.

¿Nos verá aquel carguero? Está lejos pero seguro que si. Antes de que llegue a nosotros oímos el motor de un helicóptero. También está lejos. ¿Vendrá a por nosotros? Si. Seguro. Los dos. El tiempo se hace lento. Y en esa lentitud, en esa espera eterna, nos da para hablar. Hemos tenido suerte. En Palamós teníamos que recoger a los niños y navegar a Baleares. Ufff.

Se ha detenido el tiempo, no avanza. Nos damos cuenta de que el reloj corre porque cada vez es más grande la proa del carguero y el ruido del motor del helicóptero está subiendo de volumen. No tardarán. Se riza el mar. El viento que producen las aspas riza y agita la superficie del agua. Cambia de color. Parece como si de repente se hubiese levantado una garbinada. Es la señal de salida para que el cronómetro de la vida se ponga en marcha a toda velocidad. Baja un cable y con él la solución. Un chaval, es muy joven, y dos arneses, uno para cada uno, que nos sacarán de esta pesadilla. Le hago caso y me amarra al cable con el que me van a subir. Subo. Sigo con mis gafas. Mientras, el chaval, abajo en la balsa, prepara a Anselmo para el segundo rescate. Desde arriba veo a «Joy» deshecho por las llamas. Aún flota. Me lo imagino gritando, llorando desesperado por no poder escapar con nosotros de ese fuego. Llamando al barco grande para que le ayude. Adiós amigo. Gracias por dejarnos ir. Ya estamos los dos arriba y sólo falta por subir a nuestro rescatador. Baja el cable otra vez. Me pregunto si alguna vez se me borrará la imagen de lo que veía desde arriba. Se lo pregunto a mi compañero y me contesta,  Luis, yo no he visto nada. Tengo vértigo y me dan miedo las alturas. He subido con los ojos cerrados. Nos vamos.

 Por Luis Antonio Fariña Herrador


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